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Una mañana del Conde de Lemos
Se da el Virrey golpes de pecho José Antonio Pancorvo Cuando le trajeron la chirimoya en la bandeja de oro, el Conde de Lemos se admiró: —“En verdad, esta es una fruta muy para Lima: un corazón de neblina perfumada, llena de ojos negros, como la nube del Profeta Ezequiel…”
Los servidores habían abierto las cortinas de brocado carmesí y el virrey, sentado en su alto lecho, podía contemplar por el gran ventanal la fructuosa higuera de Pizarro. Mientras lo vestían, su confesor y compadre el venerable Francisco del Castillo le iba recitando las Letanías apud Peruviam, compuestas por Santo Toribio de Mogrovejo. Al terminar le dijo el Conde: —“Padre, os veo muy contento”. —“Excelencia, razón tengo para ello: al alba ha llegado una nave de velas rojas con la noticia de las canonizaciones de Rosa de Lima, del antepasado de vuestra esposa Francisco de Borja, y de vuestro tío el rey cruzado, Fernando III”. —“¡Qué buenas nuevas! Sin duda vosotros limeños empedraréis por lo menos una cuadra de adoquines de plata por Santa Rosa. Y además, a vos os canonizarán un General de la Compañía…” —“ Que por cierto era también vuestro hermano en religión, pues fue caballero militar de Santiago. Y no menos militar fue el muy piadoso rey Fernando III”. —“Veneraremos pues como santo, replicó el Conde, al rey más batallador de Castilla. Toda su gala en las armas. El que más ganó tierras a los muslimes. Con cuatro reyes así en Europa, ¡no quedaría memoria de Mahomat en el mundo!… Y bebió agua en la copa de cristal del Sacro Imperio. —“Decidme—añadió el visorey—, ¿qué se podría hacer desde acá cuando los muslimes se reorganicen para invadir Europa?” El padre del Castillo guardó reflexivo silencio por unos instantes, y después respondió: —“Dejadme sopesarlo y contemplarlo durante la misa”. * * * El imponente virrey del Perú, como íntegro discípulo de Jesús que era, armonizaba una gran severidad en lo concerniente a la moral y a la autoridad legítima, con un gran espíritu de piedad y constructiva benevolencia. Sobre todo se destacaba por su inmensa y purísima fe católica. Comulgaba diariamente y dedicaba tres horas a la oración. Mandó rezar, con el toque de las nueve de la noche, por los difuntos y agonizantes de cada día. Dispuso el rezo oficial y general del Angelus. Estas y otras medidas del mismo género, así como su espíritu de grandeza político–militar, lo destacan como uno de nuestros más brillantes virreyes. Su corazón se quedó en Lima: por su expresa voluntad, reposa en la iglesia de San Pedro, junto al altar de San Francisco de Borja. * * * En la Capilla Real de Palacio lo esperaban su esposa, la virreyna Ana de Borja y su niño, vestido de pequeño uniforme granate. Atrás de ellos formaban para la misa treinta y dos caballeros que ese día iban a participar en un «torneo de cañas» a caballo, en cuatro cuadrillas de ocho, y un grupo de doce caciques principales con sendas varas, venidos para una reunión con el virrey, al día siguiente. Después de la comunión y las oraciones finales, el padre del Castillo se acercó al conde y con aire grave le dijo: —“Estuve contemplando la situación futura, cuando la Media Luna vuelva a intentar conquistar Europa. La victoria de la Cruz podrá ser decidida por los ejércitos de estos reinos. Se debe instruir el espíritu de las nuevas generaciones. Cuando llegue la ocasión se podrá zarpar del Callao, por caminos ya conocidos. Por Panamá hasta el Mediterráneo oriental, por el mar del Sur e islas lejanas hasta el Índico y Ormuz, por Tierra del Fuego hasta el mar Rojo, pasando por Mozambique: ¡gesta Dei per peruvianos!”
Impresionado y confortado con estas palabras, en las que reconocía una inspiración divina, el virrey completó su indumentaria militar y pasó revista a caballo a los quinientos jinetes y trescientos cincuenta mosqueteros que se aprestaban a escoltarlo al Callao, para la ceremonia de entrega del bastón al nuevo general de la Armada del Mar del Sur. Estaba, como describe el cronista Mugaburu, “vestido de color, muy galán y calzado de botas y espuelas, con su bastón de capitán general, con su sombrero de color y sus plumas, que parecía un San Jorge”.* En esa época el Callao ya era una enorme fortaleza. El puerto estaba todo rodeado por murallas mayores que las del actual Real Felipe. Cientos de cañones de bronce habían sido emplazados a todo el alrededor, apuntando a mar y tierra. Era ya mediodía cuando desde la fortaleza se avistó la aproximación del virrey y su espléndida comitiva. Tronó entonces una salva general de la artillería del puerto, al unísono con la de la Nave Almiranta “Nuestra Señora del Rosario” y demás unidades navales allí fondeadas, todas engalanadas para la ocasión con sus insignias y gallardetes multicolores ♦
Nota.- * Josephe de Mugaburu, Diario de Lima 1640–1694, Ed. Sanmarti & Cía, Lima, 1918, p. 32.
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