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«Tesoros de la Fe» Nº 4 > Tema “Santos de América”

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Santo Toribio de Mogrovejo

Eminente figura nacional que el país debería honrar más justamente







En los Concilios Limenses convocados por Santo Toribio se encausó sabiamente la conquista espiritual de infinitas almas. El Santo Arzobispo es un nítido ejemplo de cómo Nuestra Señora infundía el espíritu católico en los llamados a la altísima tarea civilizadora proporcionándole una gran ternura con los indígenas manifestada en las jornadas increíbles con que visitó repetidas veces su extensa y abrupta diócesis, sin importarle ninguna dureza, ningún obstáculo, ningún padecimiento...







En el seno de una noble familia de Mayorga, antiguo reino de León, España, nacía el 16 de noviembre de 1538 un niño predestinado a la gloria de los altares, Toribio Alfonso de Mogrovejo.

Sus padres, don Luis de Mogrovejo y doña Ana de Robledo y Morán, pertenecían a la más distinguida estirpe de la comarca, que en aquellos tiempos de fe sumaba al aprecio por sus derechos y privilegios el celo por la integridad de la fe y la pureza de las costumbres.

A los doce años Toribio fue enviado por sus padres a estudiar a Valladolid, donde se impuso a la admiración de todos por su comportamiento ejemplar, sus virtudes y sus dotes intelectuales.

Después de algunos años, teniendo en vista su gran apetencia por el estudio del Derecho civil y eclesiástico, se trasladó a la famosa Universidad de Salamanca. Allí recibió la benéfica influencia de su tío Juan de Mogrovejo, profesor en dicha Universidad y en el Colegio Mayor de San Salvador en Oviedo. Habiendo sido invitado por Don Juan III, Rey de Portugal, a enseñar en Coimbra, Juan de Mogrovejo llevó consigo a su sobrino, y ambos residieron algunos años en esa renombrada universidad portuguesa.

De vuelta a Salamanca, su tío falleció poco después del regreso. Toribio resolvió seguir la carrera de éste, tornándose profesor en el Colegio Mayor de San Salvador de Oviedo.

Su vida austera y sus penitencias de tal modo llamaron la atención que algunos de sus amigos ponderaron que aquella vida podría terminar por perjudicarle la salud, sin mayor provecho espiritual, pues muchos podrían juzgar que él practicaba aquellas penitencias por ostentación. El argumento, que aquello podría desedificar a otros, fue decisivo para que Toribio concordase en moderar sus austeridades. En esa época emprendió una peregrinación a Santiago de Compostela, en trajes de peregrino, pidiendo limosnas.

En 1575, tal vez por influencia de uno de sus amigos, Diego de Zúñiga, fue nombrado por Felipe II para el cargo de Inquisidor en Granada. De tal manera se desempeñó con sabiduría, prudencia, justicia y rectitud, que el rey, conocedor de las altas cualidades morales e intelectuales de Toribio, resolvió indicarlo para una misión más elevada y más espinosa.

La mano de la Providencia en la elección del nuevo Arzobispo

En efecto, estando vacante la sede episcopal de Lima tras la muerte en 1575 de su primer Arzobispo, Jerónimo de Loayza, en 1578 Felipe II comunicó a Toribio su intención de presentarlo al Papa Gregorio XIII para ocupar el Arzobispado de la Ciudad de los Reyes.

Toribio vacilaba en aceptar tal propuesta, y escribió al Rey y al Consejo de Indias renunciando a la misma. Pero después, cediendo a los argumentos de sus amigos y colegas de la Universidad, terminó por aceptarla, pues ellos lo convencieron de que esa era la voluntad divina, y de que serviría mejor a Dios en la dura y espinosa tarea de Arzobispo de Lima, que permaneciendo como profesor en Salamanca.

Así, en marzo de 1579 recibió las bulas de Gregorio XIII con el nombramiento para el cargo. Como ni siquiera era sacerdote, habiendo recibido dispensa papal para la recepción de las diversas órdenes menores, fue ordenado en Granada y poco después recibió la consagración episcopal en Sevilla. Finalmente, en septiembre de 1580 embarcó con destino a su sede episcopal, donde llegó en mayo del año siguiente.

En Lima se respiraba un aire de religiosidad, gracias a la actuación de las diversas órdenes religiosas que en la capital virreinal mantenían residencias, conventos, hospitales, etc. En una población heterogénea en la que se mezclaban indios, mestizos, negros, criollos y españoles convivieron casi al mismo tiempo, con pocos años de diferencia, cinco santos, tres de ellos nacidos en España —Santo Toribio, San Francisco Solano y San Juan Masías— y dos nativos, Santa Rosa y San Martín de Porres. Éstos, sumados a los numerosos siervos de Dios que habitaban la ciudad, perfumaron con la santidad de su vida y sus virtudes la ciudad de Lima de la segunda mitad del siglo XVI y comienzos del siglo XVII.

La reforma de la diócesis

La diócesis de Lima, de inmensa extensión geográfica, había sido elevada en 1545 a la condición de Arquidiócesis, con obispados sufragáneos que se extendían por todo el territorio de la América del Sur española y parte de América Central. Habiendo quedado sin pastor durante seis años, de 1575 a 1581, el nuevo Arzobispo la encontró en estado de gran desorden, en un sistema en que el régimen de patronato facultaba a los Virreyes a intervenir en asuntos eclesiásticos, dando origen a frecuentes disputas entre el poder espiritual y el temporal.

Se trataba por lo tanto de moralizar las costumbres, reformar el clero y defender los derechos de la Iglesia contra las intromisiones indebidas del poder temporal, tarea a la cual Santo Toribio se dedicó con vigor extraordinario desde su llegada a Lima, durante los 25 años en que permaneció al frente de la diócesis.

Obedeciendo las directrices del Concilio de Trento reunió tres Concilios Provinciales, el primero de los cuales, realizado en 1582, un año después de su llegada, trazó las normas que rigieron todas las diócesis de las Américas por más de tres siglos. Además, cada dos años realizaba sínodos diocesanos, también siguiendo las resoluciones tridentinas.

Reformó el clero diocesano en la disciplina y en las costumbres, comenzando por aquellos que deberían ser sus auxiliares más próximos, convirtiendo su residencia en un local “más semejante a un convento de religiosos fervorosos y contemplativos, que al palacio de algún señor rico y poderoso”.

Reglamentó toda la predicación para los indígenas y mandó escribir e imprimir bajo su dirección un catecismo especial para ellos, consiguiendo que los predicadores aprendiesen las lenguas indígenas, para las cuales creó una cátedra en la decana de las universidades americanas, la Universidad de San Marcos.

Celo apostólico que no mide sacrificios

A fin de entrar en contacto con todos sus diocesanos, realizó varias visitas pastorales por el inmenso territorio de su diócesis, viajando a pie, a caballo, en mula, bajo fuertes lluvias o soles inclementes, atravesando ríos, embreñándose en las selvas tropicales o escalando montañas escarpadas y bordeando peligrosos abismos. Fue en uno de esos viajes que, en la localidad de Quives (Canta), administró el sacramento de la Confirmación a Santa Rosa de Lima, entonces con 13 años.

Nada lo detenía en su celo apostólico de pastor que “da la vida por sus ovejas”. Se hacía entender por los aborígenes, ya sea hablándoles en su propia lengua, o hasta —cuando la lengua de éstos le era desconocida— de manera totalmente inexplicable y milagrosa, como varias veces le sucedió.

Su interés por los indios no se limitaba al bien de sus almas. Se empeñó también en mejorar sus condiciones de vida, especialmente de aquellos empleados en las grandes propiedades rurales y en las minas. Reivindicó que sus derechos fuesen debidamente respetados por los españoles y que hubiese verdadera armonía entre las clases sociales, como preconiza la doctrina social de la Iglesia.

La razón de su fecundidad apostólica

Conociendo perfectamente que la vida interior es “el alma de todo apostolado”, y que los frutos de la acción apostólica dependen en gran parte de la santidad personal del apóstol, Santo Toribio procuraba esmerarse en su vida de oración, de recogimiento y de penitencia. Y esto hasta tal punto, que a los demás les era difícil comprender cómo conseguía tiempo para llevar simultáneamente a tales extremos la oración, la penitencia y la acción.

Su vida era de continua oración y contemplación, que a todos edificaba. Según sus contemporáneos, verlo rezar era como oír un sermón de la más alta espiritualidad. Dedicaba a la meditación varias horas al día, hecho inexplicable en medio de las múltiples ocupaciones que su cargo exigía.

Nuestro Santo no llegó a conocer el esplendor limeño que esta acuarela no hace sino reflejar levemente; pero forjó las bases que lo motivaron y que perduraron durante varios siglos

Las penitencias que se imponía eran de tres clases: en el sueño, en la alimentación y en la mortificación del cuerpo. No se acostaba en la cama a la noche, sino en una tabla o en una almohada.

En materia de alimentación, los rigores del sacrificio iban hasta extremos inimaginables. Según testigos de la época, nunca se lo vio ingerir aves, huevos, mantequilla, leche, tortas y dulces. No comía por las mañanas, y su cena consistía en pan, agua y una manzana verde. En los días de abstinencia, también ayunaba, mientras que en las Cuaresmas pasaba semanas enteras sin comer, ingiriendo solamente un poco de pan seco y agua cuando se sentía en el límite de su resistencia.

Se infligía castigos corporales desde sus tiempos de estudiante. Además del uso del cilicio, se flagelaba con tanta frecuencia que producía graves y extensas heridas en sus espaldas y hombros. Tales actitudes, en circunstancias corrientes, no son para ser imitadas; lo que no excluye que puedan serlo en otras excepcionales.

La muerte lo sorprende en plena acción

Como un gran guerrero que muere en pleno combate, la muerte lo sorprendió en el curso de su último viaje apostólico, en marzo de 1606. Hallábase en la ciudad de Saña (Lambayeque), donde pretendía celebrar los oficios de Semana Santa, cuando se sintió muy mal, y percibió que su fin estaba próximo, previsión que le fue confirmada por los médicos que lo atendieron. La noticia, lejos de causarle preocupación o tristeza, le dio gran alegría, hasta el punto de exclamar con el Salmista: Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domo Domini ibimus — “Yo me alegré con las cosas que me fueron dichas: iremos a la casa del Señor”. Pidió entonces que lo lleven a la iglesia parroquial y allí recibir los últimos sacramentos, habiendo distribuido sus pocos haberes entre los criados, indígenas y pobres de la ciudad. Volviendo a la casa donde se hospedaba consoló a los que se encontraban con él y pidió que se entonase el salmo “In te, Domine, speravi” (Señor, en ti esperé). Cuando se cantaba el versículo “In manos tuas...”, entregó el alma al Creador con la alegría y la confianza de aquellos que saben haber combatido el buen combate, terminado la carrera y alcanzado el premio de la gloria. Eran las tres y media de la tarde de Jueves Santo, 23 de marzo de 1606.

Su cuerpo fue embalsamado y sepultado en la iglesia local, siendo trasladado a Lima algunos meses después. A lo largo de todo el trayecto acudían las poblaciones indígenas y campesinas para prestar su último homenaje a quien calificaban, con razón, como su padre santo. En la capital, sus despojos fueron recibidos con todos los honores por las autoridades eclesiásticas, civiles, militares y por la población en general, glorificando la figura de un hombre al que ya todos tenían por santo.

Fue entonces sepultado con toda pompa y solemnidad en la Catedral, donde se encuentra hasta hoy para veneración de los fieles. Su proceso de canonización fue iniciado de inmediato, con el reconocimiento de sus virtudes heroicas, siendo beatificado por el Papa Inocencio XI en 1679 e inscrito en el catálogo de los Santos por Benedicto XIII, el 10 de diciembre de 1726.     


Fuentes.-

Antonio de Egaña S.J., Historia de la Iglesia en la América Española, B.A.C., Madrid, 1966.
Enriqueta Vila, Panoramas de la Historia Universal, 16 — Santos de América, Ediciones Moreton, Bilbao, 1968.



  




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