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«Tesoros de la Fe» Nº 120 > Tema “Adviento y Navidad”

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Cuento de Navidad

El último de los ángeles


Benoît Bemelmans


De todos los ángeles, él era el último.

Entre miles y miles de puros espíritus que Dios creó —inmensamente más numerosos que el conjunto de todos los seres humanos que existirán hasta el fin del mundo—, distribuidos en una inmensa jerarquía compuesta de nueve coros angélicos, él se encontraba en el lugar más bajo. Todos los ángeles, sin excepción, le eran superiores. Debajo suyo, muy distantes, veníamos nosotros, los humanos.

Pero no imagines que por ello experimentara alguna amargura o decepción. Al contrario, era un ángel particularmente alegre y feliz.


Por ejemplo, por nada quiso unirse a la rebelión de Lucifer, que había intentado convencerlo, en primer lugar pensando poder suscitarle un sentimiento de injusticia.

—Sígueme —le susurró el tentador— y, de último entre los últimos, serás semejante a Dios.

Él habría dado una carcajada y se habría encogido de hombros (si los tuviera, pero éstos son dos modos de actuar que pertenecen a nosotros, los humanos). Entonces el ángel levantó una simple cuestión, que fue oída de un confín al otro de la bóveda celestial:

—¿¡Quién, entonces, es como Dios!?

Su frase fue recogida por el arcángel San Miguel, que hizo de ella su grito de guerra, con el éxito que se conoce; pues, bajo su dirección, dos tercios de la milicia celestial lanzó al infierno a los demonios rebeldes, después de un gigantesco combate. Los ángeles pasaron entonces a gozar de la visión beatífica.

Ya antes de la creación de los hombres, el último de los ángeles pasó a hacer el bien sobre la tierra.

Siendo puro espíritu, no tenía cuerpo. Pero poseía una inteligencia inmensamente superior a la nuestra, una voluntad sin vacilaciones y un poder sobre todo el mundo material. Poder al cual sólo los designios de la Providencia Divina ponían límites.

Además, fuera del conocimiento sobrenatural de Dios, nuestro ángel jamás tuvo necesidad de aprender: todos los conocimientos naturales le fueron comunicados por Dios en el instante de su creación. Su ciencia, su fuerza, su discernimiento, él los utilizaba para influenciar las condiciones materiales de nuestra vida cotidiana.

Por donde pasaba, el aire se volvía más leve, los pájaros cantaban con más alegría, las flores exhalaban sus fragancias y los hombres se sentían inclinados a ser mejores.

Él era el ángel que restablecía la paz en la naturaleza después de las grandes tempestades; que volvía tan agradable el retorno de la primavera; que conservaba fresca la vasta sala de piedras donde recobraban aliento los segadores; que velaba por la abundancia de los frutos en la cosecha del otoño; y que creaba aquel ambiente reconfortante alrededor de la chimenea, con la leña crepitando, cuando la nieve cubría los campos.

Él patrullaba la tierra para suavizar los efectos de la naturaleza salvaje, para hacer más soportable la vida de los pobres humanos y animarlos a practicar la virtud.

Su intervención sobre los elementos procuraba hacer renacer la esperanza en los corazones de los hombres. Era una acción humilde, que efectuaba con ingenio y discreción, pero tenía la intuición de que no cubría la medida de lo que era llamado a realizar.

Amante de conjeturas, pensaba que un día Dios le confiaría tal vez alguna misión especial.

—Quién sabe si seré el ángel de la guarda de alguien; siendo yo el último de los ángeles, será probablemente del más débil de los hombres— les dijo a algunos de los grandes arcángeles del paraíso celestial, que sabían más que él. Pero ellos se contentaron con contemplarlo en silencio.

*     *     *


Cierta vez, sin estar al par de nada, notó sin embargo un movimiento inusitado en la esfera celestial.

No obstante, como ninguno de los ángeles superiores, en sus movimientos incesantes para el mantenimiento del orden de la Creación, se detuviese para explicarle lo que pasaba, continuó recorriendo el mundo.

Hacía ya miles de años que él cumplía su oficio —lo que parece mucho para nosotros, pero no es sino un tantito de eternidad en la existencia angélica—, cuando en cierta noche uno de los magníficos serafines que sirven junto al Trono de Dios vino a buscarlo:

—Nuestro Soberano Creador tiene una misión para ti: ve deprisa a ejercer tus talentos junto a la pobre gente, en el lugar que te indicaré.

Apresurándose a recorrer la inmensa distancia que lo separaba de la aldea a donde había sido enviado, entró en un recinto mal iluminado, sin saber lo que iría a encontrar.

El ángel miró a su alrededor y vio… al menor, al más débil, al más pobre de los hijos de los hombres. Entonces una luz maravillosa inundó la ruda gruta donde se encontraba. Volviéndose, vio a toda la corte celestial allí presente: miles y miles de ángeles, subiendo y bajando, entonaban un cántico nuevo, de excelsa suavidad.

—¡Apúrate! ¿No ves que está con frío? —dijo el serafín.

Sólo entonces el ángel comprendió que Dios se había hecho hombre, y que su misión era la de proteger aquel pequeño Niño y a su Madre, la Santísima Virgen María, y además a su padre adoptivo, San José.

Rápidamente hizo venir al asno y al buey que dormían al fondo, para que calentasen con su aliento al recién nacido; suavizó la aspereza de la paja, para evitar que viniese a incomodar al Divino Infante, y esparció por el aire un aroma de Navidad, hecho de resina de pino, de cera caliente, de azahares y de especias de todo tipo.

El Niño lo ve… y le sonríe. Él es el último, ¡pero el más feliz de los ángeles!

Después de esa Noche Santa, todos los años recorre la tierra para hacer sentir a las almas de buena voluntad la suavidad, el perfume, el espíritu de Navidad.

Entonces, estimado lector, por favor, mira bien a tu alrededor, y sé sensible a su presencia. Percibirás tal vez que él acaba de pasar, viendo la llama vacilante de una vela delante del pesebre, contemplando el brillo de un adorno de Navidad suspendido en un pino, o maravillándote con la dulzura de los cánticos de la Misa de Nochebuena.

*     *     *


OBSERVACIÓN — Esta historia no es sino un cuento de Navidad. Pero el último de los ángeles existe realmente. No sé cómo se llama (si él me lo hubiese dicho, yo me alegraría de escribir su nombre; pero la Iglesia prohíbe a los hombres dar nombre a los ángeles, excepto a aquellos que aparecen en la Biblia). De cualquier modo, nuestra pobre inteligencia humana no llegaría a comprender bien el significado y la belleza del nombre de un ángel.

A decir verdad, fue él quien me sugirió escribir este cuento. Cuando objeté que tal vez no todo fuese enteramente exacto, se rio, se encogió de hombros y dijo: Basta que coloques una observación al final. Aquellos que hubiesen conservado lo mejor de su inocencia de los tiempos de infancia se regocijarán. Los otros… 




  




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