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«Tesoros de la Fe» Nº 144

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¡Hoy en la tierra los ángeles cantan, los arcángeles se alegran; hoy los justos exultan!

Plinio Corrêa de Oliveira

 

En la liturgia, la fiesta de la Navidad ocupa ciertamente un lugar considerable. La piedad de los fieles hizo de ella una de las fechas más relevantes del año. Y esto por varias razones. El nacimiento del Salvador constituye en sí mismo un honor de infinito valor para el género humano. El Verbo de Dios podría haber unido a Sí hipostáticamente a alguno de los ángeles más santos y resplandecientes de las alturas celestiales. Por el contrario, prefirió ser hombre, hacerse carne, pertenecer por su humanidad a la descendencia de Adán. Don absolutamente gratuito, ennoblecimiento para nosotros de un valor inefable, punto de partida histórico de otros dones, también insondables.

En el “epílogo” del mundo, el nacimiento del Redentor

Así, en la previsión de que se encarnaría el Verbo, la Providencia creó un ser que contenía en sí perfecciones mayores que todas las del universo, y para él suspendió la sucesión hereditaria del pecado original. De los méritos previstos por la Redención, se alimentaba la virtud de todos los justos de la Antigua Ley. Pero esa multitud de elegidos estaba sentada “a las puertas de la muerte” (Sal 106, 18), a la espera de que se inmolase por todos nosotros el Cordero de Dios.

No eran solamente ellos los que esperaban parados. Por decirlo así, en una muda expectativa estaba parada toda la Historia. En el momento en que Jesucristo nació, el mundo conocido vivía en un período de epílogo. Había florecido Egipto, y llegando a una cierta cima, se desmoronó. Lo mismo se podría decir de otros pueblos: caldeos, persas, fenicios, escitas, griegos y tantos otros. Por fin, los romanos estaban también a punto de entrar en el largo ocaso que, con períodos de decadencia rápida, de estancamiento más o menos prolongado, de efímera reacción, se dio entre Augusto y su remoto sucesor y miserable homónimo, Rómulo Augústulo.

Todos esos imperios habían subido suficientemente alto para atestiguar la profundidad y la variedad de los talentos y capacidades de los respectivos pueblos. Pero el nivel más o menos igual al que todos se habían alzado no estaba a la altura de las aspiraciones de las almas verdaderamente nobles. Se diría que esas magníficas civilizaciones habían dejado patente, no tanto lo que tenían, sino más bien lo que les faltaba, y la incurable incapacidad del talento, de la riqueza y de la fuerza de los hombres para construir un mundo digno de ellos.

Cuando el Niño Jesús nació, los justos eran los “marginales”

Todo esto constituía en Asia, como en África o en Europa, una atmósfera irrespirable, que aumentaba el tormento de los esclavos en su vida ya tan miserable y minaba secretamente los entretenimientos y los deleites de los ricos. Opresión imponderable pero omnipresente, impalpable pero evidente, indescriptible pero muy definida. El curso de la historia encalló así en un lodazal de corrupción lleno de los escombros del pasado, en el cual solamente las formas enfermizas de vida todavía se hacían patentes.

Así, en el terreno político, un fin de lucha entre dos expresiones de demagogia: anárquica y alborotada, o militar y despótica. En el terreno cultural, el escepticismo religioso devoraba las antiguas idolatrías. En el terreno internacional las varias patrias acabando de deteriorarse en el recipiente del Imperio, para constituir ese moloch cosmopolita inorgánico en que Roma se transformó. En el terreno moral, la depravación de las costumbres dominaba la existencia cotidiana. En el terreno social, el oro erigido en valor supremo.

Para los acomodados, las cosas corrían apaciblemente, en apariencia. Pero en tales épocas, los acomodados son habitualmente la ralea moral e intelectual del país. Y padecen, precisamente los mejores, los mil tormentos de las situaciones inmerecidas e inadecuadas. Basta ver la coyuntura del pueblo elegido en el momento en que el Verbo se encarnó. Herodes ceñía la diadema real. De hecho era, sin embargo, un depravado, de los peores del reino, mediocre, codicioso, cruel, instrumento consciente del opresor para engañar a los judíos con las apariencias de una realeza vana. Los sacerdotes eran, en lo que concierne al espíritu de fe, a la sinceridad y al desprendimiento, la escoria de la Sinagoga. La casa real de David vivía despreciada y en la mayor oscuridad. Los justos eran los “marginados” en ese orden de cosas tan fundamentalmente malo, que terminó por excluir de sí y matar al Justo. Entonces, ¿qué más? Era el fin.

“La luz brilló en las tinieblas”

Fue precisamente en las tinieblas de ese fin que, cuando menos se pensaba y donde menos se esperaba, una luz muy pura se encendió. En esta luz estaba el anuncio de la hora de la Encarnación, la promesa implícita de la Redención tan esperada, y de la nueva era que comenzó para el mundo con el incendio de Pentecostés.

Es el esplendor de esta luz, inaugurando en las tinieblas la aurora que triunfalmente se transformó en día, es el cántico de sorpresa y de esperanza delante de esta renovación sobrenatural, el anhelo y el presagio de un orden nuevo basado en la fe y en la virtud, lo que los fieles de todos los siglos se complacen en considerar, cuando sus ojos se detienen en el Niño Dios recostado en un pesebre, sonriendo enternecido a la Virgen Madre y a su castísimo esposo.

Mundo moderno — semejanza con los tiempos del paganismo

También hoy, una inmensa opresión pesa sobre nosotros. Es inútil intentar disfrazar la gravedad del momento, poniendo en acción guitarras y panderetas de un optimismo ahora ya sin repercusión. Con la única diferencia de que tenemos en nuestros días a la Santa Iglesia, la situación del mundo es terriblemente parecida con la del tiempo en que ocurrió la primera Navidad.

Para la Iglesia, solamente puede ser buena la situación en que la cultura, las leyes, las instituciones, la vida doméstica
y cotidiana de los particulares están conformes a la ley de Dios. Que eso no se da hoy, no hay nada más notorio.

También entre nosotros el comunismo marca un fin. Es el epílogo de la decadencia religiosa y moral iniciada con el protestantismo en el siglo XVI. En este epílogo se disgrega el mundo burgués, cada vez más intoxicado de sincretismo, socialismo y sensualidad. Y como si esto fuese poco, el sistema comunista acelera este proceso de decadencia, difundiendo sus errores en todos los países. [Nota de la Redacción: hoy en día el comunismo continúa actuante, si bien que metamorfoseado bajo formas variadas de socialismo, de ecologismo y de ataque a la familia; sin embargo en China, en Cuba, en Vietnam, en Corea del Norte y en Laos, permanece en su forma primera].

Tenemos entre nosotros a la Iglesia, es verdad. Pero esta augusta y sobrenatural presencia no salva, sino en la medida en que los hombres aceptan su influencia. Si la repelen, están por algunos aspectos más expuestos al castigo que los propios paganos. Los judíos tuvieron entre ellos al Hombre-Dios. Lo rechazaron y fueron castigados por una ruina más terrible y mucho más próxima que la de los romanos.

¿Y la situación de la Iglesia en nuestra época?

Ahora bien, ¿cuál es la situación de la Iglesia en nuestros días? Tenemos deseos de sonreír, y más aún de llorar, cuando alguien nos dice pura y simplemente que es buena. Claro está que, por algunos lados, esta situación puede ser llamada de buena. Más o menos como se podría decir, el Domingo de Ramos, que era grande el entusiasmo de los judíos por Nuestro Señor. Pero decir que la situación de la Iglesia es buena hoy en día, en el conjunto de sus aspectos, y tomados en la debida cuenta los hechos positivos y negativos, hay en esto una afrenta a la verdad.

En efecto, sólo es buena para la Iglesia la situación en que la cultura, las leyes, las instituciones, la vida doméstica y cotidiana de los particulares son conformes a la Ley de Dios. Que ello no se da hoy, no hay nada más notorio. Entonces, ¿por qué tapar el sol con un dedo?

Que los acomodados puedan desear la duración de esta lenta agonía, es comprensible. También los microbios, si pudiesen pensar, preferirían matar lentamente a su víctima, pues la agonía de ésta es la opulencia de aquellos; y la muerte de ella será la muerte para ellos también. Individuos que en general no tienen mérito para estar donde los vientos del caos los llevaron tienen todas las razones para desear que no vuelva el orden, pues en ese caso volverían al polvo.

Pero ellos mismos no pueden escapar al profundo malestar del momento que pasa, y no pueden dejar de estremecerse con los relámpagos que se desprenden, siempre más frecuentes, de la atmósfera saturada.

La voz de Fátima renueva las alegrías de la primera Navidad

En lo alto, no obstante, de esa montaña sagrada que es la Iglesia, se yergue la imagen maternal y melancólica de Nuestra Señora de Fátima, coronada por la diadema regia con que le ciñó la frente el Legado, que la piedad del inmortal Pío XII constituyó para este acto.

Y de allí parten hacia el mundo oprimido las claridades de esperanza que le vino a traer la Reina del Universo, claridades que suscitan entre nosotros esperanzas análogas a las que la Buena Nueva despertó en la humanidad antigua. Análogas, es decir poco. Son claridades que brotan de la Iglesia, y, así pues, de Jesucristo. Claridades que prolongan y reafirman las de la primera noche de Navidad.

“Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará” — dijo la Virgen en su tercera aparición en la Cova de Iria.

Oh neopaganismo, mil veces peor que el paganismo antiguo, tus días están contados! Caerá el poderío comunista, y se derrumbará también la influencia de la Revolución gnóstica e igualitaria en Occidente. Nuestra Señora lo dijo. Frente a Ella, son impotentes todos los grandes de la tierra y todos los príncipes de las tinieblas.

 

La derrota para siempre “del demonio, del mundo y de la carne”

El triunfo del Inmaculado Corazón de María, ¿qué puede ser, sino el reinado de la Santísima Virgen, previsto por San Luis María Grignion de Montfort? Y este reinado, ¿qué puede ser, sino aquella era de virtud en que la humanidad, reconciliada con Dios, en el regazo de la Iglesia, vivirá en la tierra según la Ley, preparándose para las glorias del Cielo?

En este conturbado año, no pensemos en “sputniks” ni en bombas de hidrógeno, en la noche de Navidad, sino para confirmar nuestra convicción de que Jesucristo venció para todo y siempre al demonio, al mundo y a la carne, y prepara días de la mayor gloria para su Madre Inmaculada, que resplandecerán después de terribles pruebas. 

La Natividad (detalle), Bartolomé Esteban Murillo, c. 1665-70 – Óleo sobre obsidiana, Museo de Bellas Artes, Houston



  




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