Conmovedor título de la Madre de Dios Plinio Corrêa de Oliveira El día 24 de setiembre se conmemora la fiesta de la Santísima Virgen de la Merced. Originalmente, esta festividad era exclusiva de la Celestial, Real y Militar Orden de Nuestra Señora de la Merced, que se fundó a pedido expreso de la Madre de Dios para liberar a los cristianos del yugo sarraceno. Posteriormente, esta devoción pasó a formar parte de la Iglesia universal y, por lo tanto, fue incluida en el calendario litúrgico. Reflexiones que surgen en el espíritu Esta fiesta se presta para hacer algunos comentarios. El primero es el hecho de que la propia Virgen pida la fundación de una Orden de Caballería. Lo cual es muy significativo, porque va en contra de un cierto tipo de piedad que se inclina por la idea de que María Santísima jamás, por ninguna circunstancia, querría armar a unos contra otros. Esto es algo que debería hacernos reflexionar y ayudarnos a comprender el espíritu y la mentalidad de Nuestra Señora. Procuren entre las numerosas imágenes marianas conocidas a su alrededor. ¿Recuerdan alguna que represente a la Santísima Virgen pidiendo la fundación de una Orden de Caballería? ¿Conocen alguna representación suya que promueva de alguna manera la guerra? Sin embargo, Nuestro Señor Jesucristo dijo que no había venido a traer la paz sino la espada, a prender fuego a la tierra y, finalmente, que separaría el hijo de su padre, a la hija de su madre, etc. (cf. Mt 10, 34-36 y Lc 12, 49). ¿Cómo nació esta Orden religiosa y militar? En la Edad Media, había un gran número de cristianos cautivos —especialmente en las naciones musulmanas del norte de África— debido a la práctica de la piratería y a la inseguridad de la navegación en el Mediterráneo. Por ello, era habitual que los barcos piratas capturaran embarcaciones cristianas y las vendieran a los sarracenos. También era frecuente que, en las guerras entre musulmanes y católicos, se capturaran barcos cristianos y se llevara a los marineros al norte de África. En cuanto llegaban a aquellas tierras, los infelices eran vendidos como esclavos. En consecuencia, quedaban alejados de los sacramentos y expuestos a las peores tentaciones morales y, sobre todo, al grave riesgo de perder la fe. Podemos imaginar la desesperación de cada uno de ellos. Por ejemplo, un hombre hecho prisionero y esclavizado, que comete un pecado mortal y no encuentra un sacerdote que lo absuelva; aunque teme el infierno, a falta de absolución siente la duda de si tiene o no la suficiente contrición para ir al cielo.
En efecto, cuando alguien se arrepiente de un pecado, por amor de Dios, aunque no haya sacerdote, puede estar seguro de ir al cielo (es lo que la doctrina católica designa con el nombre de contrición perfecta). Pero cuando se arrepiente por miedo al infierno, sin absolución sacramental, no hay perdón. Y así, Nuestra Señora suscitó una orden religiosa que tuvo el siguiente efecto: por medio de la espada, del gladius, intentar la liberación de aquellos cristianos. Además, cuando un miembro de esta Orden estaba en condiciones de hacerlo, o si se daba el caso, pronunciaba el voto de ofrecerse a cambio, como esclavo, en lugar de otro católico, para que este recobrara su libertad. De modo que el mercedario —que estaba sostenido por una vocación especial para ese acto y tenía mayor confianza en su propia vida espiritual— liberaba a un prisionero sometido a aquella esclavitud. Se trataba de un acto de amor heroico, digno de las mejores tradiciones de la Caballería: esclavizarse para que otro pudiera ser libre. No se conoce mayor prueba de amor. Esta prueba de amor no debe entenderse como quien piensa así: “Pobre hombre… quién sabe cuánto le duele el brazo a causa de las esposas… cómo arrastra con el pie una bola de hierro tan pesada y está cubierto de moretones… Entonces yo, en un acto humanitario, ocuparé su lugar”. Este sería un motivo secundario. En realidad, el motivo principal que movía a un caballero de la Orden de Nuestra Señora de la Merced a hacer este sacrificio era el peligro para la fe que corrían aquellos cristianos. Particularidad de esta devoción Quisiera señalar algo más sobre la advocación de Nuestra Señora de la Merced. Una merced es una gracia. Una merced es un favor. No conozco un título de la Madre de Dios más conmovedor que este. Es Nuestra Señora de las Gracias, la Virgen de los favores, de los dones inesperados, de las misericordias repentinas. La Santísima Virgen que, considerada como una madre, nos prepara hermosas sorpresas y nos brinda inesperadamente aquello con lo que no contábamos. ¿Qué padre y qué madre, verdaderamente cariñosos, no se complacen en ofrecer de vez en cuando a su hijo un regalo con el que este no contaba? A veces es un pequeño recuerdo, una insignificancia. ¿Cómo es posible, entonces, que la Santísima Virgen —Madre perfectísima y modelo de todas las madres— no nos conceda favores de vez en cuando? Podemos pasar por momentos duros o situaciones complicadas; pero de vez en cuando, como una gota de agua fresca en medio del desierto, viene una merced. O a veces, al cabo de una aflicción viene una misericordia sin límites. Y al final de nuestra vida, cuando hayamos cerrado los ojos, vendrá la misericordia de las misericordias: la Virgen nos mostrará a Nuestro Señor Jesucristo, su Hijo. Qué pedirle a la Virgen de la Merced Entonces podríamos dirigirnos a Ella y decirle: “Madre mía, hoy es la fiesta de tus mercedes; acuérdate que durante mucho tiempo he pasado por una memorable ausencia de ellas. Sé que probablemente sea por mi culpa, porque no sé cómo pedir, porque soy un hijo gruñón que no sabe despertar la sensibilidad de su Madre. Pero hoy te pido una merced: dame la gracia de saber cómo tratar contigo, de manera que me quieras dar muchos favores. “Colócame en una especie de compás de las mercedes; haz que desciendan sobre mí tus misericordias. Y, sobre todo, dame varias mercedes que me hagan sonreír de alegría. “Y si, entre ellas, me das la cruz de tu Hijo, ¡mucho mejor que todas las demás!”. Porque la cruz de Nuestro Señor es la mayor merced que la Virgen nos puede hacer.
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La más antigua plegaria a la Madre de Dios “Bajo tus entrañas misericordiosas…” |
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